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Saturday, December 03, 2005

Sincronicidades




Sincronicidades:
serie de eventos sin conexión causal alguna, y cuya coincidencia en el tiempo y el espacio es indispensable para la ocurrencia de un hecho significativo.


Cuando yo tenía 10 años de edad, llegó a mi casa en Morelia una pareja de misioneros mormones para predicar su religión, y mi mamá, que en esa época andaba en busca de su salvación espiritual, los recibió en nuestro hogar y después de las pláticas de inducción de rigor nos convertimos a la buena nueva y terminamos bautizándonos en la iglesia mormona y asistiendo a los servicios religiosos.

Un domingo, después de la Escuela Dominical, los misioneros decidieron dividirse para realizar el trabajo que tenían programado para esa tarde y escogieron a sendos niños como compañeros. Yo salí acompañando al mayor de ellos y, después de pasar a comer en una fonda cercana, empezamos la labor.

La visita que tenía programada para esa tarde era en la casa de una familia muy numerosa donde los hijos estaban recibiendo la instrucción de los misioneros. Los chamacos se reunieron en el comedor de la casa y frente a mí se sentó la niña más bella del universo. Era una chiquilla de 9 años de edad, morenita, de pelo lacio y negro, con un fleco como de Príncipe Valiente y los ojos más grandes y expresivos que he visto en mi vida.

No pude despegar mi vista de esa aparición celestial y, a partir de ese momento, me sentí tocado por el Espíritu Santo y tuve visiones, confusión de lenguas y toda la cosa. Nos despedimos y ésa fue la única visita de la tarde.

Unas semanas después, un buen domingo, se aparecieron en tropel por la capilla para bautizarse y la niña estuvo llorando porque le daba miedo la ceremonia. Los mormones practican el bautismo por inmersión, lo cual significa que te meten en una especie de alberca llena de agua helada y te sumergen totalmente durante unos segundos hasta que acabas pidiendo perdón incluso por los pecados que ni piensas cometer.

Pues el angelito éste se negaba rotundamente a recibir al Señor en su corazón y yo me di a la tarea de convencerla y, luego de un buen rato de sesudos argumentos teológicos sobre la salvación de su alma, accedió a bautizarse bajo protesta. Nunca más volvieron a presentarse a los servicios. La familia en pleno pasaba por el trance de elegir entre volverse mormones o comunistas. Optaron por lo segundo y desaparecieron de mi vida.

Dos años después terminé mi escuela primaria. Yo, que era un excelente alumno, quería ingresar a la Secundaria Federal, pero mi mamá objetó que éramos muy pobres y no le alcanzaba para los uniformes y los libros que exigían allí, así que me apuntó en el glorioso Instituto Fray Alonso de la Veracruz, un colegio mediocre, católico y de paga (¿?)... “Si su hijo está sonso... métalo al Fray Alonso”, decían en Morelia.

Entré en un ambiente desconocido y un poco hostil. Allí me encontré con uno de los niños comunistas y formamos un grupito sui generis al juntarnos con un escuincle hiperactivo y con déficit de atención (seguramente expulsado de alguna correccional) y armamos la banda.

Por las tardes hacíamos las tareas y jugábamos en casa de alguno de los tres, y cuando llegamos a la guarida del ateo me encontré de frente con su hermanita, ya dos años mayor y entrando en la adolescencia. Nunca me recordó ni supo que yo había sido el vehículo de su salvación. Para ese entonces yo era un puberto gordo, feo y desgarbado. El desastre químico fue inmediato: le caí muy mal y se las ingenió para que al poco tiempo me corrieran de su casa. Seguí siendo amigo de su hermano, pero dejé de visitar su cubil.

Mi amigo y yo elegimos diferentes rumbos en la preparatoria, nos separamos y nos perdimos la pista aunque estábamos en la misma escuela. Yo, para mi vergüenza, reprobé el primer año de la prepa y
uno de sus amigos también. Nos conocimos en el grupo especial de los burros e iniciamos una muy buena amistad. Él seguía viéndose con sus antiguos compañeros y a través de él me reencontré con mi cuate de la secundaria. Me uní a la pandilla y un buen día fui a buscarlo a su nuevo domicilio y me abrió la puerta la niña ésta, convertida en toda una señorita de 14 años, más bella que nunca y, contra lo que yo esperaba, le dio gusto verme. También debo aclarar que yo había dejado de ser gordo, feo y desgarbado y estaba en pleno proceso de galanización.

Un día fuimos en bola a una fiesta y yo aproveché la ocasión para acercarme a la niña bonita y, con el pretexto de invitarla a bailar, le tomé la mano y no se la volví a soltar en toda la noche. Al poco tiempo me animé y, en otra fiesta, le pedí que fuera mi novia. Me aplazó la decisión por 24 horas y nunca en mi vida he vuelto a hallarme en ese estado de desamparo y abandono total pero, para mi mayor sorpresa, accedió.

Dos años después mi familia decidió mudarse a la ciudad de México y yo aproveché el movimiento para abandonar la religión. Con mi novia resolvimos continuar nuestra relación a distancia. Por carta y con visitas cada quince días mantuvimos el noviazgo durante cinco años más. Hace ya 26 años que estamos casados, tenemos tres hijos, dos nietas y estamos esperando uno más para las navidades. Hemos formado una familia muy bonita.

Cuando viví mi vida en ese entonces, en tiempo presente y en el aquí y ahora, me parecía que era lineal y muy lógica. Revisándola en retrospectiva me doy cuenta de la enorme cantidad de casualidades significativas, inconexas y hasta inverosímiles que tuvieron que suceder para que nuestras vidas se sincronizaran de tal manera que hicieran prácticamente imposible la no-ocurrencia de las cosas tal y como se dieron.

Los misioneros mormones rara vez hacen citas para un domingo y, además, por obligación andan siempre juntos. Pero esa vez decidieron separarse, uno de ellos me escogió a mí como compañero y esta condición anómala me permitió entrar a la casa de la mujer de mi vida.

Que mi mamá decidiera volverse mormona es comprensible porque esa movilidad religiosa era habitual en ella. Pero la mamá de mi esposa es la mujer más católica y piadosa del mundo. Una gran bondad, innata en ella, le impidió rechazar a los misioneros mormones y permitió que catequizaran a sus hijos en una religión contraria a la suya. Ella se mantuvo al margen pero dejó que las cosas llegaran hasta las últimas consecuencias y los muchachos se bautizaron con todas las de la ley. Gracias a ella pude conocer a la mujer de mi vida.

En cierto modo era natural que yo cayera en el hoyo negro del Fray Alonso porque ya mi hermano estaba allí y la caridad de los padres Agustinos que lo mantenían, le permitía a mi mamá pagar poco y tarde. Pero mi amigo es un año mayor que yo y ya había iniciado la escuela secundaria en otro lado, de donde lo expulsaron por dedicarse alegremente al jolgorio y la vagancia. Su mamá se encontró de pronto con la alternativa única del Fray Alonso y allí lo refundió. Yo me acerqué a él porque fue la única cara conocida que encontré y, gracias a eso, volví a ver a la mujer de mi vida.

La relación con el amigo del grupo de los reprobados nunca se debió dar, porque él era hermano de un muchacho que tenía cuentas pendientes con mi familia, pero ninguno de los dos lo sabía y, de manera inocente, armamos una muy buena amistad. Gracias a él volví a encontrarme con la mujer de mi vida.

Cuando empezamos a salir a las fiestas en bola, éramos varios muchachos a los que nos gustaba la hermana de mi amigo, pero, sin explicación alguna, todos enmudecieron y se hicieron a un lado y yo, que nunca había declarado en público mis intenciones y venciendo una timidez apocalíptica, me acerqué a ella. Gracias a eso me pude relacionar con la mujer de mi vida.

Finalmente nos casamos, llevamos mucho tiempo juntos y cada día estoy más enamorado de ella, pero... ¿alguna vez tuve otra opción?.

Te quiero

a Gaby, siempre.

Te quiero en las mañanas
cuando tus ojos me miran,
te quiero cuando tus días
irrumpen por mis ventanas.
Te quiero en horas tempranas
y en el rumor de mis tardes,
y te quiero cuando ardes
en mi cama por las noches.
Te quiero aunque me reproches
que tanto amor es alarde.


Te quiero cuando la luna
se asoma en tu mirada,
te quiero si estás callada
en tu pereza gatuna.
Te quiero si mi fortuna
es una estrella fugaz,
te quiero porque tú vas
siempre un paso adelante,
y porque eres mi amante…
por eso te quiero más.


Te quiero cuando me fundo
en el calor de tus besos,
te quiero con los excesos

del amor en que me hundo,
te quiero en mi mar profundo

y en la humedad del estero,
te quiero en el mundo entero
y en mi fiesta pagana.

Y porque me da la gana
quererte tanto, te quiero


Imagen: Sandra
Décimas: luis david

Evocación


Gran pagano se hizo hermano
de una santa cofradía,
y el Jueves Santo salía
llevando un cirio en la mano.
Aquel trueno vestido de Nazareno.

Antonio Machado


Rara vez recuerdo mis sueños, y en los pocos que recuerdo, rara vez he soñado a mi madre. En cambio pienso mucho en ella. Pero eso si, cuando la sueño siempre está sana, hermosa, jovial, y acaparando la atención de todos. En el espejo de mis recuerdos esa era mi mamá.

Esa era Amalia, Reina de los Ángeles y Emperatriz de los Querubines, que nació en Acámbaro, Guanajuato, le brotó su primer diente hasta los tres años y creció en Morelia como una niña mimada, voluntariosa e hiperactiva que se peleaba a trompadas con los niños de la escuela y tenía la desfachatez de ganarles.

Esa era Amalia, Reina de las Fiestas Patrias y Emperatriz de la Belleza, que partía plaza por la Calle Real paseando altiva su juventud y sembrando desconsuelos entre los muchachos de San Nicolás que rondaban por su casa esperando verla salir o asomarse a la ventana para robarle, en un descuido, un segundo de su imagen volátil y atesorarla entre los libros insomnes y las noches en vela.

Esa era Amalia, Reina de los Árboles y Emperatriz de las Flores, que casó con Jesús, el norteño sembrador de viajes y quimeras, acaparador de los anhelos colectivos, que la llevó a los viveros de Chilchota para plantar las sombras de las carreteras de ese Michoacán exuberante donde escupes y nace pasto, y que un día cambió su rumbo hacia los desiertos desolados del norte donde la tierra es dura como piedra y hay que regarla con lágrimas para arrancarle una plantita de algodón. Una vida donde los desencuentros se fueron acumulando y los hijos llegaron para llenar los espacios que dejaban libres las batallas mientras la riqueza se les escapaba por entre los dedos y el camino se les cerró hasta un punto sin retorno.

Y ya me imagino la conmoción que se generó en Morelia cuando Amalia, Reina de los Menesterosos y Emperatriz de los Desheredados, regresó de Ciudad Juárez con diez hijos y diez pesos para mantenerlos, huyendo de un matrimonio desastroso que, por las razones que fuera, no funcionó y que llegaba con el pasado roto y un ángel en el vientre y que algunos de sus hijos terminaron en el Internado de Uruapan donde la bondad misionera del hermano Jorge los sacó adelante por un tiempo y los pequeños nos quedamos en la casa del Tío Ramón y mientras que Amalia, Reina del Palacio de Gobierno y Emperatriz de los Burócratas, salía a trabajar, jugábamos todo el día en los patios y pasillos de la vieja casona de cantera rosada de las calles de la Corregidora donde encontrábamos todo tipo de cachivaches y los convertíamos en juguetes.

En aquella época heroica éramos tan pobres que cambiábamos más de religión que de ropa, porque Amalia, Reina de los Cielos y Emperatriz de la Eternidad, era dueña de una espíritualidad sincrética y sui géneris que se columpiaba entre el fundamentalismo sin misericordia y la herejía de raíces profundas que le permitía casi cualquier cosa y que reborujaba su alma en aquel inmenso lago de contradicciones y claroscuros que la debatía en la encrucijada de un discurso liberal y una esencia conservadora y que, por esa capacidad extraordinaria para enredarse en las filosofías más intrincadas, terminó convencida de que era poseedora de la verdad absoluta, y es que Amalia, Reina del Soliloquio y Emperatriz del Monólogo, pasaba horas y horas conversando con Dios y consigo, y se decía y se contestaba y sacaba conclusiones que se manifestaban en frases excéntricas y llenas de vericuetos enmarañados y abismos insalvables porque Amalia, Reina de la Metáfora y Emperatriz de los Ilusionistas, era capaz de levantar las estructuras más atrevidas sin miedo al derrumbe. Recuerdo admirado cómo me contó la vez en Tijuana cuando un coche sin control se fue contra la vidriera de la tienda donde ella estaba parada y, al darse cuenta, sólo vio que se le “venía encima una catarata de puñales apuntando al corazón”; o cuando me platicó, muerta de la risa, la ocasión en que acompañó a mi tía Guille a Guadalajara a uno de los maratones de la quimioterapia y las regresaron a Morelia en una avioneta desvencijada y crujiente que al llegar se encontró en medio de una tormenta y no pudo descender y estuvieron a la vuelta y vuelta en aquel camión de redilas que se estremecía dando tumbos por los aires y que las tuvo con el aliento en un puño convocando a toda la Corte Celestial... y cuando al fin pudieron aterrizar se percataron de que estaban de nuevo en Guadalajara y las treparon en el autobús de retache. Y como ésa, todas. Y esa manera laberíntica de adornar sus pláticas las volvía interminables, pues en su propensión a envolver en celofán las mil pinceladas de sus historias, pasaba de un tema a otro sin solución de continuidad; por eso, platicar con ella era sentarse a escuchar sin remedio, porque acaparaba la tarde y se eternizaba en mil y mil pormenores a cuál más enrevesado.

Y todos sabíamos que en nuestras casas debía haber siempre un lugar preparado porque Amalia, Reina de los Gitanos y Emperatriz de los Vagabundos, llegaba sin avisar y se quedaba hasta que otra invasión la lanzaba de nuevo por esos caminos de Dios, y así fue hasta los años infaustos cuando Cronos le pasó la factura y Amalia, Reina de la Juventud y Emperatriz de la Fortaleza, no soportó la vejez y se derrumbó. Cuando ya no fue capaz de mantener su independencia, pintó su raya y se acostó a morir, pero su cuerpo, fuerte y hecho en mil batallas, se negó a acompañarla y la fue deteriorando poco a poco metiéndola en una agonía larga, lenta y sin sentido que arrasó con su dignidad y la de todos. Era difícil ayudarla porque quería una cura milagrosa que la levantara de la cama de un día para otro sin ejercicios, sin esfuerzo y sin la disciplina de los medicamentos. Decía que aún no había nacido el médico que la fuera a convertir en drogadicta. Cuando estuvo en mi casa, recuerdo con pena que no supe qué hacer y sólo se me ocurrió tratar de ayudarla dándole cariño y poniéndole reglas que físicamente no era capaz de obedecer y anímicamente no se le daba la gana hacerlo. La senilidad causó estragos en su cordura y perdió contacto con la realidad aunque costaba trabajo darse cuenta porque su memoria se mantenía intacta y su habilidad para la baraja no sufrió menoscabo. Sólo salía de su depresión al rememorar las épocas gloriosas de su juventud cuando la eligieron Reina de las Fiestas Patrias y dejó en el camino a las encopetadas de la elite de Morelia y mi abuela le hizo su vestido descotado, y con los hombros desnudos se presentó imponente a su gran noche triunfal, y fue entonces cuando se le clavó en el alma la idea de que debió llamarse Carlota Amalia, Emperatriz de México, y vivió toda su vida haciéndose querer y haciéndose servir por todos; y cuando los recuerdos ya no le alcanzaban volvía a sumirse en el marasmo de su debilidad y así fue hasta que murió.

Nunca he visitado su tumba. Y es que prefiero la imagen de la Amalia, Reina de los Ángeles y Emperatriz de los Querubines, que nació en Acámbaro, Guanajuato, le brotó su primer diente hasta los tres años y creció en Morelia como una niña mimada, voluntariosa e hiperactiva que se peleaba a trompadas con los niños de la escuela y tenía la desfachatez de ganarles.

Cuando escucho la voz de mi memoria, me gusta recordarla sana, hermosa, jovial y acaparando la atención de todos. Vanidosa y altiva. En toda su majestad.

En el espejo de mis recuerdos esa es mi mamá... y la extraño mucho.

La Última Fotografía de Don Plutarco

No es cierto que vengamos a este mundo a vivir.
Tan solo vinimos a soñar.
Poema Nahuatl.


Ahora que estuve en Morelia, me contaba Pancho que existe una tradición judía que dice que cuando un hombre muere y desea entrar al cielo debe aprobar un examen. El examen es muy simple y consiste en responder a una pregunta que le hace Dios en persona:

- “¿Y qué te pareció mi mundo?”

Si la respuesta es del tipo de: -“Yo me lo pasé muy bien..., hice lo que quería hacer..., disfruté la vida y la viví plenamente.”- entonces Dios abre la puerta y permite la entrada del solicitante. Si, por el contrario, la respuesta es una serie de quejas: -“Sufrí mucho..., todo me salió mal..., es un valle de lágrimas..., no pude lograr mis deseos y demás etcéteras.” – entonces Dios cierra la puerta y expulsa al quejoso rumbo al infierno.

Hace ya muchos años, cuando conocí a la familia Figueroa Estrada, me sorprendió observar en ellos algunos rasgos de carácter contradictorios y no siempre complementarios. Por un lado la influencia de Doña Carmen que manifiestan en una generosidad sin límites, una gran bondad y compasión hacia los demás, un desprecio mortal hacia el dinero, aunado a una facilidad pasmosa para dar sin condiciones y una incapacidad congénita para decir “no”; además, una buena dosis de paranoia que los hace ver conjuras a diestra y siniestra. Por el otro lado, un carácter fuerte e irascible y una terquedad a toda prueba que vuelve conflictivas sus relaciones entre ellos y con los demás; también una preocupación sincera por toda situación social y una avidez por el estudio y la cultura, y, sobre todo, un buen sentido del humor. Rasgos, sin duda, heredados o aprendidos de Don Plutarco.

Ahora que tuvimos en mi familia el privilegio de convivir con el abuelo en sus últimos días, nos encontramos con un hombre cansado, disminuido y en franco declive físico y mental, y aun así, lleno de planes y amor por la vida. Él quería pasar su enfermedad lo más rápido posible para dedicarse a lo suyo, a lo que amaba. Deseaba continuar trabajando para su comunidad y recuperar fuerzas para seguir cuidando su jardín y sus árboles.

Se notaba muy poco su presencia porque sobrellevó su enfermedad con una dignidad y una disciplina espartana. Requería poco, y se adaptaba totalmente a los modos y horarios de la familia. Ocupaba el menor espacio posible, siempre estaba de buen humor y disfrutaba agradecido lo que se le ofrecía. Se mostró cariñoso, afable y respetuoso.

Hablaba poco y, sólo si se le preguntaba, contaba algo de lo que hacía en su pueblo. Disfrutaba de trabajar para los demás. Era un líder nato y era querido y respetado por su gente.

Era más famoso de lo que tal vez muchos sepan. Recuerdo una anécdota que me platicó alguna vez en que vino a visitarnos. En una ocasión llegó a Oaxaca una pareja de investigadores alemanes (esposos ellos) para hacer un estudio sociológico de los pueblos indígenas del rumbo. De alguna manera llegaron a Juxtlahuaca y, desde luego, Don Plutarco fue designado para guiarlos. Los llevó a conocer los lugares importantes de la región y les explicó, con lujo de detalles, las características singulares de la identidad de los pueblos de México. Sin saber cómo ni cuándo, terminaron hablando de la participación de Alemania en la segunda guerra mundial (su mero mole) y aquí empezó lo bueno. Los sorprendió con una cátedra de historia y economía política que nunca esperaron escuchar en México y menos aun, en boca de un indio oaxaqueño.

- “A nosotros nos enseñan la historia de otro modo” – le dijeron
- “Pues tienen que estudiar más” –les respondió él.


Lo que más les asombró fue cuando les dijo que quería ir al Berlín Oriental de aquel entonces porque le interesaba visitar Treptow Park.

- “¿Usted conoce Treptow Park? – le preguntaron incrédulos.
- “Claro que no” – les dijo- “Por eso quiero ir.”


Y entonces les comenzó a describir la ruta al parque desde la Puerta de Brandeburgo, dibujándoles el parque mismo punto por punto con cada uno de detalles que lo rodean y, presidiendo el conjunto, el gigantesco monumento al ejército liberador soviético.

No se lo podían creer. Ampliaron el sentido de su investigación y se dedicaron a entrevistarlo y a filmarlo para llevar todo eso a Alemania. Cuando se tuvieron que ir, lo invitaron a su país, con gastos pagados, para llevarlo a conocer Berlín y, desde luego, Treptow Park y no quiso acompañarlos porque le daba miedo volar.

Tiempo después le escribieron y le contaron que era todo un éxito en las academias germanas. Presentaron sus filmaciones donde, de viva voz y desde la campiña oaxaqueña, les enseñaba historia alemana a los alemanes. De ese tamaño era el señor.

Don Plutarco hizo cosas que nos pueden parecer buenas o malas a cada uno de nosotros. Sin embargo, lo que hizo allí está, y toca a nosotros elegir cómo lo queremos recordar. Yo me quedo con la imagen del Plutarco guasón, sabio, valioso, trabajador y culto que siempre fue. Lo otro... es muy suyo y a estas alturas ya ni cuenta. Cada cual tendrá que luchar contra sus propios demonios para reconciliarse con esa parte del pasado, que está allí y que no tiene por qué seguir siendo presente ni definir el futuro.

Fue un hombre congruente que eligió su manera de vivir y asumió las consecuencias de sus decisiones. De cualquier manera manejaba un enorme arsenal ideológico para justificar cada uno de sus actos y siempre creyó estar en lo correcto. Lo único que lo fastidiaba un poco era la idea de que su familia no lo entendía ni lo quería lo suficiente. Estaba orgulloso de sus hijos y sentía una profunda admiración por ellos. Cada vez que tenía la oportunidad lo manifestaba así.

Murió como vivió: a gran velocidad. Su trámite final lo resolvió en 24 horas. Pasó sus últimos momentos en la carretera y con el acelerador a fondo. Viajó en ambulancia y en carroza, pero... siempre aplutarcado.

Y como dijo Pancho: de una cosa podemos estar seguros, sin duda Don Plutarco aprobó su examen.

Ésta es la última fotografía del buen Lobich. Está cargando a mi nietecita Kamila y no deja de ser curioso ver allí representada una ley inexorable de la condición humana: una generación llega y otra se va.

Imágenes

Algunas veces me da por recordar pasajes de mi niñez. Mi familia estaba formada por una madre viuda con diez hijos y en aquel entonces vivíamos en la más absoluta de las pobrezas, llenos de carencias y sobreviviendo gracias al trabajo de mi mamá, de mis hermanos mayores y a la ayuda de almas piadosas que se condolían de nuestra situación.

De cualquier manera, la pobreza era una mera condición económica, porque siempre me he considerado un niño feliz. Siempre me veo contento y jugando con cuanto estaba a mi alcance. Recuerdo que mis hermanitas jugaban a las muñecas con botellas de refresco y, envolviéndolas con el sweater, las convertían, por la magia de la inocencia, en muñequitas de cristal, hasta el día en que la menor de ellas se cayó de la escalera con todo y mona y se abrió la frente. No pasó a mayores y sólo le quedó una cicatriz que de tanto en tanto le recuerda que fue una niña juguetona.


En una ocasión, mi mamá nos llevó a la feria de Morelia y me compró un pollito pintado de color de rosa. Y allí andaba yo, todo el día pastoreando a mi pollo en el patio de la casa hasta la tarde fatídica en que una enorme rata salió de la coladera y atrapó a mi pollito por las patas y lo arrastro hasta el fondo del drenaje. Yo me quedé pegando de gritos y petrificado por el horror. Esto lo sé porque me lo han contado muchas veces. El momento debe haber sido tan espantoso que lo he borrado de mi memoria. Recuerdo al pollito, pero eliminé el episodio de la rata. En las tardes de lluvia me gustaba ver los aguaceros en el patio porque al chocar las gotas de agua contra el piso formaban figuras extrañas que a mí me parecían ejércitos de patitos que llegaban en formación de combate para castigar a tan infame animal.

No fui al jardín de niños, sino que entré directo al primer año de primaria sin conocer ni la O por lo redondo. El primer día de clases, mi maestra, que suponía que todos los niños habían cursado la preescolar, nos puso a hacer una plana de bolitas y palitos y yo no supe ni qué era eso. En el recreo se me acercó mi hermana Isabel y rauda y veloz me hizo la plana en el cuaderno y así pude entregar el trabajo. Ése fue el primer diez de mi carrera. Pirata y todo, pero diez.

Al poco tiempo llegó a mi salón una bella muchacha normalista del colegio Plancarte de Morelia para hacer sus prácticas con mi grupo. Tengo muy buenos recuerdos de ella porque me adoptó como mascota. Le llamaba la atención que me presentara algunos días a la escuela sin zapatos. Cuando se despidió de todos nos dio paletas y dulces y a mí me llamó aparte y me regaló una caja con galletas, sopas, chocolate, leche condensada y otras ricuras. Yo pensé que debía estar loca por mí. A partir de allí siempre esperé que las practicantes me regalaran una caja de sorpresas, pero nunca más volvió a suceder.

Ese año fui el niño más destacado de la escuela. Representé a mi zona escolar en un certamen de aplicación y gané el segundo lugar estatal. Recuerdo que el día de la clausura de clases mi maestra me mandó a casa a que me cambiara de ropa porque me iban a dar un diploma durante el acto. Mi mamá estaba en casa de unas amigas cuando llegué a avisarles y se cooperaron entre todas y ese día estrené ropa, zapatos y toda la cosa.

Al año siguiente, mi tío Rogelio quiso ayudar a mi mamá y nos invitó a mi hermano Ramón y a mí a vivir con él en Cd. Juárez. Allá nos inscribió en la escuela y en el invierno conocí el prodigio de la nieve. Ese día despertamos con la novedad de que durante la noche había nevado y salimos asombrados a ver ese manto mágico que cubría la calle. En las mañanas, cuando no ha levantado el sol y la nieve está sin pisar no se siente el frío. Más tarde se vuelve insoportable. Pero, así y todo, hicimos un muñeco y armamos las batallas de rigor.

Regresamos a Morelia y al año siguiente nos mudamos de casa. Allí tengo uno de los recuerdos más entrañables de mi vida. En la navidad mi mamá y algunos de mis hermanos se fueron a la cena con mis tíos. Los cuatro menores nos quedamos en casa con mi hermana Chata, la mayor, y nos hizo como banquete navideño el caldo de pollo más exquisito que he comido. Ahora que lo pienso me resulta increíble que un caldo de pollo fuera el lujo más extraordinario que pudiéramos gozar en ese entonces. Invitamos a cenar a una amiguita que por lo visto tenía menos que nosotros y nos divertimos de lo lindo jugando y cenando. Jorge, el novio de mi hermana, llevó cuetes y palomas y los estuvimos tronando en la calle hasta la media noche. Esa es la primera celebración que recuerdo de una navidad. Posteriormente tuvimos otras más espléndidas y algunas en verdad suntuosas pero, ninguna como ésa.

Después crecí y mi vida tomó otros rumbos. Cambió la situación económica de mi familia y tuvimos acceso a muchas otras satisfacciones. Me he movido a otra ciudad y he formado mi propia familia. De vez en cuando todavía me regalo el lujo de un buen caldo de pollo y me siento transportado a esas épocas entrañables cuando disfrutaba tanto la belleza de lo simple.

Thursday, December 01, 2005

Muñequitas de Cristal


El sol extiende su brillo
en el cielo de la casa
y en la cornisa, a lo alto,
un pajarito les canta
a tres niños que inventan
los juegos de la mañana
con los mágicos juguetes
fabricados de la nada.

Un trocito de madera
es un avión que surcaba
en tiempos idos, lejanos,
los cielos de la cañada.
Y el niño vuela y revuela
entre las nubes de plata,
los mares de sal y espuma,
las montañas arboladas.

Las niñas buscan y encuentran
una caja abandonada
donde se cubren del frío
las muñecas olvidadas
que se amontonan vacías,
llena de polvo la cara,
esperando a las chiquillas
que escogen ilusionadas,
entre un sin fin de colores,
a la princesa anhelada.
Las envuelven amorosas
en su ropita rasgada
y las liberan del polvo
con el vuelo de su falda.

Juegan las niñas felices
en el castillo de paja,
para subir a la torre
la escalera las llama.
Cuidado, niña, cuidado,
el sol dolido exclama.
En un escalón perdido
la pequeñita resbala
protegiendo con su cuerpo,
madrecita abnegada,
a la criatura brillante
que en mil pedazos estalla.

Por su mejilla doliente
una lágrima resbala
y la grana en su rostro
con agua de sal se lava.

No llores, niña bonita,
no llores, niña de mi alma,
no llores, Rosita linda,
el pajarito le canta,
que un ángel vendrá del cielo
para lavarte la cara.

La noche llena en silencio
los rincones de la casa;
el infinito oscuro
tiende su manto de lana
bordado de lentejuelas,
de espejitos de plata,
que cuidan el sueño
dulce de tres niños en su cama.

Muñequitas de cristal,
boquitas azucaradas,
receptáculos de luna,
de tierra, de sol, de agua,
juguetitos de las niñas
que viven un cuento de hadas.