Sincronicidades
Cuando yo tenía 10 años de edad, llegó a mi casa en Morelia una pareja de misioneros mormones para predicar su religión, y mi mamá, que en esa época andaba en busca de su salvación espiritual, los recibió en nuestro hogar y después de las pláticas de inducción de rigor nos convertimos a la buena nueva y terminamos bautizándonos en la iglesia mormona y asistiendo a los servicios religiosos.
Un domingo, después de la Escuela Dominical, los misioneros decidieron dividirse para realizar el trabajo que tenían programado para esa tarde y escogieron a sendos niños como compañeros. Yo salí acompañando al mayor de ellos y, después de pasar a comer en una fonda cercana, empezamos la labor.
La visita que tenía programada para esa tarde era en la casa de una familia muy numerosa donde los hijos estaban recibiendo la instrucción de los misioneros. Los chamacos se reunieron en el comedor de la casa y frente a mí se sentó la niña más bella del universo. Era una chiquilla de 9 años de edad, morenita, de pelo lacio y negro, con un fleco como de Príncipe Valiente y los ojos más grandes y expresivos que he visto en mi vida.
No pude despegar mi vista de esa aparición celestial y, a partir de ese momento, me sentí tocado por el Espíritu Santo y tuve visiones, confusión de lenguas y toda la cosa. Nos despedimos y ésa fue la única visita de la tarde.
Unas semanas después, un buen domingo, se aparecieron en tropel por la capilla para bautizarse y la niña estuvo llorando porque le daba miedo la ceremonia. Los mormones practican el bautismo por inmersión, lo cual significa que te meten en una especie de alberca llena de agua helada y te sumergen totalmente durante unos segundos hasta que acabas pidiendo perdón incluso por los pecados que ni piensas cometer.
Pues el angelito éste se negaba rotundamente a recibir al Señor en su corazón y yo me di a la tarea de convencerla y, luego de un buen rato de sesudos argumentos teológicos sobre la salvación de su alma, accedió a bautizarse bajo protesta. Nunca más volvieron a presentarse a los servicios. La familia en pleno pasaba por el trance de elegir entre volverse mormones o comunistas. Optaron por lo segundo y desaparecieron de mi vida.
Dos años después terminé mi escuela primaria. Yo, que era un excelente alumno, quería ingresar a la Secundaria Federal, pero mi mamá objetó que éramos muy pobres y no le alcanzaba para los uniformes y los libros que exigían allí, así que me apuntó en el glorioso Instituto Fray Alonso de la Veracruz, un colegio mediocre, católico y de paga (¿?)... “Si su hijo está sonso... métalo al Fray Alonso”, decían en Morelia.
Entré en un ambiente desconocido y un poco hostil. Allí me encontré con uno de los niños comunistas y formamos un grupito sui generis al juntarnos con un escuincle hiperactivo y con déficit de atención (seguramente expulsado de alguna correccional) y armamos la banda.
Por las tardes hacíamos las tareas y jugábamos en casa de alguno de los tres, y cuando llegamos a la guarida del ateo me encontré de frente con su hermanita, ya dos años mayor y entrando en la adolescencia. Nunca me recordó ni supo que yo había sido el vehículo de su salvación. Para ese entonces yo era un puberto gordo, feo y desgarbado. El desastre químico fue inmediato: le caí muy mal y se las ingenió para que al poco tiempo me corrieran de su casa. Seguí siendo amigo de su hermano, pero dejé de visitar su cubil.
Mi amigo y yo elegimos diferentes rumbos en la preparatoria, nos separamos y nos perdimos la pista aunque estábamos en la misma escuela. Yo, para mi vergüenza, reprobé el primer año de la prepa y uno de sus amigos también. Nos conocimos en el grupo especial de los burros e iniciamos una muy buena amistad. Él seguía viéndose con sus antiguos compañeros y a través de él me reencontré con mi cuate de la secundaria. Me uní a la pandilla y un buen día fui a buscarlo a su nuevo domicilio y me abrió la puerta la niña ésta, convertida en toda una señorita de 14 años, más bella que nunca y, contra lo que yo esperaba, le dio gusto verme. También debo aclarar que yo había dejado de ser gordo, feo y desgarbado y estaba en pleno proceso de galanización.
Un día fuimos en bola a una fiesta y yo aproveché la ocasión para acercarme a la niña bonita y, con el pretexto de invitarla a bailar, le tomé la mano y no se la volví a soltar en toda la noche. Al poco tiempo me animé y, en otra fiesta, le pedí que fuera mi novia. Me aplazó la decisión por 24 horas y nunca en mi vida he vuelto a hallarme en ese estado de desamparo y abandono total pero, para mi mayor sorpresa, accedió.
Dos años después mi familia decidió mudarse a la ciudad de México y yo aproveché el movimiento para abandonar la religión. Con mi novia resolvimos continuar nuestra relación a distancia. Por carta y con visitas cada quince días mantuvimos el noviazgo durante cinco años más. Hace ya 26 años que estamos casados, tenemos tres hijos, dos nietas y estamos esperando uno más para las navidades. Hemos formado una familia muy bonita.
Cuando viví mi vida en ese entonces, en tiempo presente y en el aquí y ahora, me parecía que era lineal y muy lógica. Revisándola en retrospectiva me doy cuenta de la enorme cantidad de casualidades significativas, inconexas y hasta inverosímiles que tuvieron que suceder para que nuestras vidas se sincronizaran de tal manera que hicieran prácticamente imposible la no-ocurrencia de las cosas tal y como se dieron.
Los misioneros mormones rara vez hacen citas para un domingo y, además, por obligación andan siempre juntos. Pero esa vez decidieron separarse, uno de ellos me escogió a mí como compañero y esta condición anómala me permitió entrar a la casa de la mujer de mi vida.
Que mi mamá decidiera volverse mormona es comprensible porque esa movilidad religiosa era habitual en ella. Pero la mamá de mi esposa es la mujer más católica y piadosa del mundo. Una gran bondad, innata en ella, le impidió rechazar a los misioneros mormones y permitió que catequizaran a sus hijos en una religión contraria a la suya. Ella se mantuvo al margen pero dejó que las cosas llegaran hasta las últimas consecuencias y los muchachos se bautizaron con todas las de la ley. Gracias a ella pude conocer a la mujer de mi vida.
En cierto modo era natural que yo cayera en el hoyo negro del Fray Alonso porque ya mi hermano estaba allí y la caridad de los padres Agustinos que lo mantenían, le permitía a mi mamá pagar poco y tarde. Pero mi amigo es un año mayor que yo y ya había iniciado la escuela secundaria en otro lado, de donde lo expulsaron por dedicarse alegremente al jolgorio y la vagancia. Su mamá se encontró de pronto con la alternativa única del Fray Alonso y allí lo refundió. Yo me acerqué a él porque fue la única cara conocida que encontré y, gracias a eso, volví a ver a la mujer de mi vida.
La relación con el amigo del grupo de los reprobados nunca se debió dar, porque él era hermano de un muchacho que tenía cuentas pendientes con mi familia, pero ninguno de los dos lo sabía y, de manera inocente, armamos una muy buena amistad. Gracias a él volví a encontrarme con la mujer de mi vida.
Cuando empezamos a salir a las fiestas en bola, éramos varios muchachos a los que nos gustaba la hermana de mi amigo, pero, sin explicación alguna, todos enmudecieron y se hicieron a un lado y yo, que nunca había declarado en público mis intenciones y venciendo una timidez apocalíptica, me acerqué a ella. Gracias a eso me pude relacionar con la mujer de mi vida.
Finalmente nos casamos, llevamos mucho tiempo juntos y cada día estoy más enamorado de ella, pero... ¿alguna vez tuve otra opción?.